domingo, 13 de febrero de 2011

Pesadilla

Camino por una calle solitaria llena de coches aparcados. Es de noche. La luna se oculta tras las nubes que amenazan con descargar agua sobre la dormida ciudad. ¿Qué es eso? ¿Una persona? ¿Un niño, tal vez?
Al final de la calle puedo distinguir una borrosa figura de un cuerpo. Me abrocho la chaqueta: hace frío, mucho frío.
De repente, ya no estoy en aquella calle mal iluminada, sino en una habitación. Es pequeña, con una sola ventana y ninguna puerta. Huele a humedad y a algo que no puedo identificar en un primer momento. Olfateo pegándome a las mugrientas y verdes paredes. El olor es una mezcla de naranja con chocolate.
Miro por la ventana: no hay nada. Solo oscuridad. Como si colocaran una enorme sábana que cubiera el mundo y apagaran el sol.
Cojo una piedra que descansa en el alféizar de la ventana y la tiro fuera de la habitación, cerca de la ventana. Agudizo el oído. Silencio. Pasan los minutos y parece que la piedrecita no choca con nada, como si no hubiera suelo.
Decido saltar y, no sé cómo, acabo en una estación de metro. Hay una señora sentada en un banco de madera junto a un carro de bebé donde un infante duerme sobre unos periódicos.
Me acerco con cautela y veo que la señora levanta la cabeza. No puedo evitar un grito: no tiene ojos, solo una gran cicatriz abierta por el que asoman varios dientes debajo de una nariz rota. Retrocedo de inmediato.
No sé dónde estoy. No sé qué pasa.
Tengo miedo



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