domingo, 29 de abril de 2012

Una noche lluviosa

Aquella noche, no pude dormir nada. Al día siguiente comenzarían de nuevo las clases después de las vacaciones de Navidad y, aún, no estaba preparada para volver a verlo. Dos días antes de que comenzaran las vacaciones se lo había dicho: le había dicho lo que sentía por él, con la esperanza de ser correspondida. Pero nada salió como yo esperaba. Simplemente, dio media vuelta y se fue con la expresión seria y la mirada perdida.
Me levanto de la cama. Está lloviendo, pero no tengo frío a pesar de que llevo una camiseta de manga corta blanca y unos pequeños pantaloncitos negros. Me acerco a la ventana, bordeando el sofá que está colocado enfrente y me siento con la espalda apoyada en éste.
Mi casa está totalmente aislada del pueblo, pero aún así, puedo conseguir divisar algunas luces a través de la niebla. Suspiro mientras oigo un coche acercarse: será mi padre que vuelve de su viaje de negocios. Miro la hora en el reloj de pared que está al lado de la ventana, justo encima de los pies de mi cama: 01:32.
Permanezco quieta, rezando en silencio para que mi padre no suba a comprobar que estoy dormida. Contengo la respiración cuando oigo sus débiles pasos pasar delante de mi puerta sin detenerse.
Me llevo las rodillas al pecho y sigo contemplando cómo las gotas de lluvia se estrellan contra el cristal. Oigo un extraño sonido y me obligo a mí misma a salir de mis pensamientos: alguien me llama al móvil. Me levanto y lo agarro: Daniel.
Se me acelera el corazón. No puedo respirar. El móvil deja de vibrar por unos instantes, pero eso no me tranquiliza. Daniel vuelve a llamarme. Decido cogerlo.
-¿Diga? -susurro.
-Sé que no estás dormida -oigo la dulce voz de Daniel en el mismo tono-. Ábreme la puerta, anda.
-¿Qué? ¿Cómo sabes que no estaba durmiendo?
-Te vi sentada. Por la ventana.
-Mi padre acaba de llegar -balbuceé.
-Lo sé.
Silencio por parte de ambos.
-¿Vas a abrirme o voy a tener que helarme aquí afuera? -insiste.
Cuelgo y dejo el móvil en su sitio. Me asomo por la ventana y el corazón me da un vuelco: un chico con la capucha de una sudadera puesta está de pie enfrente del porche. Reconocería esa sudadera en cualquier lugar: es él.
Bajo las escaleras con cuidado después de comprobar que la puerta de mi padre está cerrada. Todo está oscuro, pero no me hace falta luz para llegar hasta la puerta, por la que se filtra un brillo ténue de la luna.
Abro la puerta mordiéndome el labio inferior y un viento helado recorre mis piernas desnudas. Avanzo unos pasos y salgo de la casa: no veo a Daniel.
-¿Daniel? -susurro.
De un rincón oscuro del porche, surge una figura alta y corpulenta. Es él. Intento reprimir una sonrisa, pero es inútil. Se quita la capucha y deja a la vista su pelo negro empapado, sus ojos marrones y una leve sonrisa con los labios cerrados.
-¿Puedo entrar? -pregunta en apenas un susurro.
Una vez dentro, cierro la puerta detrás de mí y me froto los brazos para entrar en calor de nuevo. Pero me detengo cuando noto la respiración del chico en mi hombro.
-He venido muchísimas veces a tu casa, pero no puedo llegar hasta tu cuarto a oscuras.
Alzo la vista y veo que está inclinado hacia mí. Daniel me saca por lo menos una cabeza y un buen trozo de espalda, pero ya no me intimida como antes.
Al notar sus dedos entrelazarse con los míos, salgo del trance y obligo a mis piernas a avnzar con cuidado hasta el cuarto.
Al llegar, agradecí en silencio el haber hecho limpieza la tarde anterior. Me senté en el pequeño alféizar de la ventana y esperé a que Daniel se quitara todos los suéters que llevaba.
-¿Qué haces aquí? -murmuré cuando terminó.
-Quería verte -se peinó con los dedos-. ¿Te importa que me quite la camiseta? Estoy empapado hasta los huesos.
No respondí. Me limité a encogerme de hombros al tiempo que colocaba las rodillas contra el pecho.
Con un rápido movimiento, Daniel se quitó la camiseta. No pude apartar la vista de aquel torso desnudo que tanto me fascinaba. Daniel estaba en el equipo de baloncesto y, además, acudía al gimnasio todas las noches antes de cenar. Debió de darse cuenta de que lo miraba, porque soltó una pequeña risa antes de sentarse a mi lado.
El rubor invadió mis mejillas y fijé la mirada en un punto del viejo sofá.




Continuará...

sábado, 28 de abril de 2012

Tic, tac

    Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac. 
    Algo comenzó a oprimirme el pecho cada vez más y más. Me llevé las manos a las costillas y me coloqué de cuclillas para poder respirar mejor. Sentía cómo los pulmones me ardían con cada bocanada de aire y sentía cómo la sangre dejaba de circular por mis venas y arterias. 
    Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac.
    Caí hacia un lado y me quedé acostado sobre el costado izquierdo; luego, sobre la espalda. Notaba la garganta y los labios secos. Un sudor frío cubría mi frente.
    El peso del pecho se extendía con rapidez por mis extremidades y no pude evitar un gruñido. Me retorcía y me arañaba el pecho con la intención de que aquel horrible dolor desapareciera. Me dolía todo el cuerpo. Cada vez que me movía, parecía como si una capa de corteza invisible sobre mi piel, de rompiera.

lunes, 16 de abril de 2012

Luces intermitentes

Me levanté del viejo y fofo sillón y seguí al doctor por un pequeño y estrecho pasillo iluminado únicamente por dos flueorescentes en el techo que parpadeaban ligeramente. Abrió una puerta y, por primera vez, me fijé en su grueso, rechoncho y grasiento cuerpo. Con un gesto, me indicó que entrara. Una vez dentro, cerró la puerta tras de sí y me invitó a sentarme en una especia de mesita auxiliar de madera, algo deteriorada.
A pesar de que fuera hacía bastante frío, las gotas de sudor me comenzaban a resbalar por la espalda hasta chocar contra el pantalón. Había un pitido constante que me hacía chirriar los dientes y eso me molestaba aún más que el intenso calor y el aire pesado. Olía además a una mezcla de agua oxigenada y algo que no llegaba a identificar, pero me producía náuseas.
Terminadas las radiografías, me dirigí a una sala la mitad de pequeña que la anterior. El fuerte olor a alcohol, me chocó y tuve que cerrar los ojos para que no me lloraran. Me coloqué al lado del doctor mientras vendaba mi mano sin cuidado alguno.
De pronto me costaba respirar. Sentía una presión en el pecho y el dolor de mi mano no ayudaba en absoluto. Las luces se apagaban y encendían de pronto y las ganas de vomitar aumentaron exageradamente. Procuré mantenerme firme al darme cuenta de que me temblaba el cuerpo. Las rodillas se me doblaron y caí encima de la camilla. Por muy grandes que dira las bocanadas de aire, no sentía que el oxígeno entraba en mi cuerpo.
Y, así, sin más, todo aquel malestar se esfumó.