Me levanté del viejo y fofo sillón y seguí al doctor por un pequeño y estrecho pasillo iluminado únicamente por dos flueorescentes en el techo que parpadeaban ligeramente. Abrió una puerta y, por primera vez, me fijé en su grueso, rechoncho y grasiento cuerpo. Con un gesto, me indicó que entrara. Una vez dentro, cerró la puerta tras de sí y me invitó a sentarme en una especia de mesita auxiliar de madera, algo deteriorada.
A pesar de que fuera hacía bastante frío, las gotas de sudor me comenzaban a resbalar por la espalda hasta chocar contra el pantalón. Había un pitido constante que me hacía chirriar los dientes y eso me molestaba aún más que el intenso calor y el aire pesado. Olía además a una mezcla de agua oxigenada y algo que no llegaba a identificar, pero me producía náuseas.
Terminadas las radiografías, me dirigí a una sala la mitad de pequeña que la anterior. El fuerte olor a alcohol, me chocó y tuve que cerrar los ojos para que no me lloraran. Me coloqué al lado del doctor mientras vendaba mi mano sin cuidado alguno.
De pronto me costaba respirar. Sentía una presión en el pecho y el dolor de mi mano no ayudaba en absoluto. Las luces se apagaban y encendían de pronto y las ganas de vomitar aumentaron exageradamente. Procuré mantenerme firme al darme cuenta de que me temblaba el cuerpo. Las rodillas se me doblaron y caí encima de la camilla. Por muy grandes que dira las bocanadas de aire, no sentía que el oxígeno entraba en mi cuerpo.
Y, así, sin más, todo aquel malestar se esfumó.
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