jueves, 12 de septiembre de 2013

El hijo del jefe III

    Salimos por la puerta principal tras bajar las escaleras y el pitido suena más seguidamente. Me cuesta respirar y me pesa la cabeza. Pero seguimos corriendo por callejones llenos de basura.
    Por unos instantes, tengo miedo de fallar a mi madre y de no poder averiguar nada, pero luego me doy cuenta de que eso ahora no importa. Es entonces cuando nos detenemos al lado de un contenedor.
    -Agáchate -me susurra.
    El hedor es insoportable, tanto que me dan ganas de vomitar, pero obedezco y me coloco de rodillas sobre un cartón. A lo lejos puedo oír un aleteo, como el de un águila. También oigo pasos: alguien está corriendo. El pitido es casi inexistente lo que me relaja, aunque no sé por qué.
    El chico extiende su chaqueta por mis hombros y es cuando me doy cuenta de que estoy tiritando del frío.
    -Quédate aquí -susurra justo antes de alejarse hacia el principio del callejón.
    Lo pierdo de vista y me asusto aún más. Sigo oyendo cómo alguien corre, pero no sé de qué dirección viene el sonido ni si esa persona está cerca o está lejos. Casi no puedo contener las arcadas.
    -Tenemos que irnos de aquí -oigo de pronto y, aunque me sobresalto, enseguida descubro que es él.
    Nos mezclamos entre la gente y caminamos de la mano. Tiene la piel suave y las manos calientes; puedo notar su corazón latir en ellas. Llegamos a un coche negro, no distingo la marca, pero parece un coche caro. Me siento en el asiento del copiloto y observo el interior: todo es de cuero y huele a limpio, el equipo de música parece como si nunca lo hubieran usado y del espejo retrovisor cuelga una cadena.
    -¿Qué ha pasado? -me atrevo a preguntar, tras un largo rato de silencio.
    No obtengo respuesta. El chico mira al frente y conduce con gesto serio.
    -¿Puedo saber al menos tu nombre?
    Ladea la cabeza, esbozando una sonrisa.
    -¿Ni siquiera te sabes mi nombre? -pregunta, con un tono burlón.
    -¿Por qué iba a tener que saberme tu nombre? -me hago la sorprendida- Eres tú el que me sacó de allí a toda prisa.
    -Eres tú la que me espiaba -vuelve a sonreír, pero esta vez me mira a los ojos.
    Noto cómo se encienden mis mejillas y vuelvo la vista hacia la ventanilla. Ya es bastante tarde y hay luna nueva, por lo que todo está oscuro. Vamos por una carretera secundaria, sin alumbrado en la calzada y no puedo distinguir hacia dónde vamos.
    No sé cuánto tiempo pasa cuando aparcamos en una gasolinera. Él se baja del coche y saca algo del maletero.
    -Ten -dice al abrir mi puerta-. Póntelos.
    Miro sus manos y descubro mis zapatillas Converse negras.
    -¿Por qué tienes eso en tu coche?
    -Te espero dentro -los deja en el suelo y entra en la cafetería.
    No entiendo nada. Estoy realmente confusa, pero agradezco abrigar mis pies con algo que no sean los tacones de mi hermana. Dejo la chaqueta en el asiento antes de cerrar la puerta. Corre una brisa otoñal nada agradable, así que me meto en la cafetería lo antes posible.
    -Te he pedido patatas fritas y un sandwich mixto -me dice al sentarme a su lado.
    En la barra hay dos vasos grandes de agua, uno de ellos con hielo. Es entonces cuando empiezo a asustarme. Patatas fritas, sandwich mixto, agua con hielo... Todo aquello me encantaba pero, ¿cómo podía saberlo él? Me siento a su lado y espero.
    -¿Podemos sentarnos en la mesa del fondo, Marie? -pregunta con un tono extrañamente adorable que me eriza la piel. La camarera es una mujer cuarentona de color, su cuerpo es grueso y está tapado por un desgastado delantal beige.
    -Tú puedes sentarte donde quieras -sonríe ella, guiñándole un ojo.
    -Gracias, preciosa -se inclina sobre la barra y besa su mejilla antes de coger los vasos y dirigirse a la mesa.- ¿Vienes? ¿O tengo que arrastrarte? -añade, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja.
    Me bajo del taburete, algo aturdida. No tardan en traernos la comida. Él comienza a devorar su sandwich de huevo y bacon sin mediar palabra. Mis tripas rugen e intento acallar su sonido comiendo unas patatas fritas.
    -¿A dónde vamos? -pregunto y bebo un sorbo de agua.
    -Pronto volveremos a tu casa.
    -Pero este lugar no me suena de nada. Debemos estar muy lejos.
    Se limita a negar con la cabeza, pegando otro bocado al sandwich,
    Cuando termina de comer, se levanta y salta detrás de la barra, lo que me deja patidifusa, ya que está bastante alta.
    -En cuanto acabes ve al coche, princesa -me grita antes de meterse a la cocina.
    Apuro los últimos tragos del vaso y me cobijo en el vehículo. Él no tarda en llegar.
    -Si estás tan cansada, échate en la parte de atrás -dice y me aparta un mechón de la cara.
    Balbuceo cosas sin sentido y no estoy segura de si es porque realmente estoy cansada y él lo averiguó o por su tacto. En cualquier caso, me quedo quieta, esperando a que arranque el motor.
    Cuando vuelvo a abrir los ojos, estoy tumbada en mi cama y la luz del sol se cuela por mi ventana. Me incorporo con lentitud. Sigo llevando el vestido y las zapatillas están tiradas en la alfombra.

sábado, 11 de mayo de 2013

El hijo del jefe II

De vuelta en el pasillo de paredes rojizas, busco en mi bolso el móvil.
    Me sobresalto al notar cómo alguien me agarra el brazo y tira de mí para darme la vuelta.
    -Hola, preciosa.
    Es el tipo de antes al que entregué mi pase VIP falso. Apesta a puro y muestra una hilera de dientes desteñidos al sonreír.
    -¿Qué quiere? Déjeme -forcejeo con su mano, pero me aprieta tan fuerte que es inútil-. Me está haciendo daño. ¡Suélteme!
    -¿Tú no tenías que enseñarme algo? -sonríe aún más y su aliento fétido me da náuseas.
    Se inclina sobre mí y comienza a olerme el cuello después de agarrarme la otra mano. El bolso cae al suelo y algunas cosas ruedan por la alfombra. Me retuerzo con la mayor fuerza que me es posible. Intento no perder el equilibrio, no estoy acostumbrada a llevar tacones.
    Grito. Pido ayuda. Pero nadie acude a mi llamada.
    El corpulento hombre me da la vuelta y me coloca ambas manos a la espalda, inmovilizándome. Me duelen ambos brazos y los hombros por la brusquedad del movimiento. Le basta una mano para sujetarme ambas muñecas. Noto cómo me toca el pelo y recorre mi hombro derecho. Vuelvo a gritar, pero esta vez me tapa la boca.
    -Será mejor que te estés callada, peciosa -me susurra-. A no ser que prefieres que hagamos esto por las malas.
    Entonces, se me ocurre un plan. Relajo los brazos y respiro más despacio, haciéndole ver que estoy más calmada. La presión en mis muñecas disminuye. Me destapa la boca para volver a tocarme el pelo. Tengo unas ganas inmensas de vomitar y la cabeza me da vueltas.
    Me libero de su mano y echo a correr por el pasillo. Apenas avanzo unos centímetros, pues me vuelve a agarrar por un brazo y tira de mí como si fuera una muñeca de trapo. Un jarrón cae al suelo, haciéndose añicos.
    Chillo con todas mis ganas para que alguien me oiga, para que alguien me salve de este salvaje.
    -Suéltala -se oye una voz.
    El hombre me tira al suelo al ver a un joven acercarse por el pasillo. Caigo encima del jarrón roto, haciéndome varios cortes en los brazos.
    -Lárgate de aquí, crío -gruñe el hombre.
    El chico ríe brevemente y se detiene a pocos metros de nosotros.
    -Deberías largarte tú -le advierte.
    -¿Cómo! Apártate de mi vista o te haré pedazos, niño inmundo.
    -Inténtalo -le desafía el chico, con una sonrisa en los labios.
    El hombre ruge y se prepara para tirarse sobre él, pero no lo hace. Se queda quieto y, aunque no puedo verle la cara porque está de espaldas a mí, sé que está asustado. De pronto, como si le fuera la vida en ello, echa a correr en dirección contraria al chico.
    -¿Estás bien? -me pregunta, arrodillándose ante mí para ayudarme a levantar.
    -Creo que sí -agarro su mano y nos incorporamos lentamente.
    -¿Puedes caminar?
    Asiento con la cabeza, mirándome los cortes de las manos.
    -¿Y correr? -recoge mi bolso y las cosas que se han caído al suelo.
    -¿Qué?
    -¿Puedes correr con tacones? -insiste.
    -No, apenas me mantengo en ellos.
    -¿Oyes eso?
    -¿Oír el que?
    Estoy algo confusa y asustada, pero puedo oír un ligero pitido intermitente.
    -Vienen a por ti -concluye-. Tienes que salir de aquí.
    -¿Quiénes? ¿Quién eres tú? ¿Quién era ese tipo? ¿Qué pasa aquí?
    -Dentro de un rato te lo podré explicar todo, ángel.
    -¿Ángel?
    -¡Corre!
    El chico tira de mí y empezamos a correr por el pasillo, en la misma dirección en la que se fue el hombre. No sé cómo consigo mantenerme encima de los tacones.
    -¡Espera! -me suelto de su mano y me quito los tacones. No sé por qué corremos, pero siento que si no lo hacemos, algo nefasto pasará.
    Llegamos a una puerta y aminoramos el paso. El chico se da la vuelta para comprobar si estoy bien y por fin me fijo en su cara: es el hijo del jefe de mi madre. ¿Acaso sabrá quién soy? ¿Sabrá que lo estoy espiando?
    La puerta da al vestíbulo del teatro. Andamos con paso ligero. Intento taparme como puedo las heridas de los brazos, pero nadie nos mira; ni siquiera una mirada de reojo. Nada.


miércoles, 7 de noviembre de 2012

Puaj

Hace frío. Noto cómo mi piel se eriza.
Estoy desnuda, de pie frente al espejo. Mis mejillas están mojadas por lágrimas. Mis ojos solo ven cosas horrendas, nada positivo del cuerpo en el que habitan. No les culpo.
Quiero gritar, echar a correr hasta caerme al suelo de agotamiento.
Fuera, llueve. Me tranquiliza el sonido de la lluvia.
Mi piel vuelve a erizarse.
Aunque no llevo gafas, puedo distinguir las gotitas que se han quedado atrapadas en el crital de la ventana. Solo ese maravilloso sonido rompe el inquietante silencio.
Cierro los ojos y dos nuevas lágrimas caen de nuevo.
Estoy bien.
Me siento bien.
No estoy gorda.
Todos saben que estoy gorda. Pero nadie se atreve a decírmelo a la cara. Ni siquiera en un susurro; pero no hace falta, sus ojos hablan por ellos, sus muecas al ver mi enorme cuerpo les delatan.
Ahora es cuando me siento sola. Cuando no recuerpo nada bonito, salvo el sonido de la lluvia.
Ahora es cuando todo parece un poco más gris.


jueves, 30 de agosto de 2012

Un helado de invierno, por favor

Abro los ojos y me incorporo poco a poco. Fuera está nevando y la luz de luna ilumina mi habitación parcialmente. Bajo de la cama y ando descalza hasta el armario. Me pongo una sudadera ancha, un gorro y unas zapatillas.
Salgo de casa con las llaves en el bolsillo y echo a andar despacio, dejando que la nieve hiele mis desnudos muslos. Hace un frío atroz, pero me gusta sentirlo directamente en mi piel.
Llego hasta un pequeño parque. Me meto con cuidado en la pequeña casita de juguete, donde podré estar resguardada.
Veo cómo la nieve cae con elegancia. Algún que otro copo se cuela por las pequeñas ventanas de la casita y veo cómo choca contra el suelo de madera o contra mis muslos.


jueves, 31 de mayo de 2012

Una noche lluviosa II

De nuevo, silencio.
Veo de reojo cómo Daniel se sienta a mi lado. Oigo el crujir de su cuello y un escalofrío recorre mi cuerpo.
-He roto con Estela -susurra en un tono indiferente.
Abrí mucho los ojos, sorprendida. Habían salido juntos casi tres años.
-¿Estás bien? -bajo las rodillas.
Asiente en silencio.
-¿No vas a preguntarme por qué lo hice?
-No quiero entrometerme.
-Dei, eres mi mejor amiga desde hace diez años -me mira directamente a los ojos-. Siempre te lo cuento todo.
Bajo la mirada e intento reprimir el nuevo rubor de mis mejillas: me encanta cómo suena mi nombre en sus labios.
Dei.
Deianara.
-Me gusta otra persona -añade, sin dejar de mirarme-. Y no desde hace poco tiempo, que digamos.
-¿Cuánto?
-Yo diría desde que tengo doce años.
-¿Llevas enamorado de otra persona cinco años y aún así saliste con Estela?
-Tú y yo sabemos que nunca estuve enamorado de ella. Y no sabía si yo le gustaba a esa otra persona -se defiende.
-¿Cómo no vas a gustarle a alguien?.
De pronto, me arrepiento de haberlo dicho. Cierro los ojos y me maldigo en silencio.
Noto algo frío en a mano. Miro y ahí están: los dedos de Daniel posados sobre los míos, acariciándolos con lentitud.
-Rompí con ella al empezar las vacaciones -susurró en mi hombro-. La chica que me gusta... Se me declaró.
Me cuesta respirar por lo nerviosa que estoy. Me tiemblan las rodillas.
Su mano se posa sobre mi muslo desnudo. Luego, sobre mi cintura y hace una ligera presión, indicándome que me virase hacia él. Lo hago sin pensar en ello. Estamos cara a cara.
Puedo ver con toda claridad su clavícula que aún sigue con algunas gotas de lluvia. Desliza sus manos por mis brazos, con una leve sonrisa.
-¿Y por qué esperas hasta ahora para romper con Estela? -me atrevo a murmurar.
Sonríe aún más y me ayuda a levantarme, quedando él por debajo del alféizar. Estamos a la misma altura. Noto cómo sus manos se deslizan desde mi cintura hasta mi espalda. Su aliento choca contra mi cuello y eso me pone aún más nerviosa.


Continuará...

domingo, 29 de abril de 2012

Una noche lluviosa

Aquella noche, no pude dormir nada. Al día siguiente comenzarían de nuevo las clases después de las vacaciones de Navidad y, aún, no estaba preparada para volver a verlo. Dos días antes de que comenzaran las vacaciones se lo había dicho: le había dicho lo que sentía por él, con la esperanza de ser correspondida. Pero nada salió como yo esperaba. Simplemente, dio media vuelta y se fue con la expresión seria y la mirada perdida.
Me levanto de la cama. Está lloviendo, pero no tengo frío a pesar de que llevo una camiseta de manga corta blanca y unos pequeños pantaloncitos negros. Me acerco a la ventana, bordeando el sofá que está colocado enfrente y me siento con la espalda apoyada en éste.
Mi casa está totalmente aislada del pueblo, pero aún así, puedo conseguir divisar algunas luces a través de la niebla. Suspiro mientras oigo un coche acercarse: será mi padre que vuelve de su viaje de negocios. Miro la hora en el reloj de pared que está al lado de la ventana, justo encima de los pies de mi cama: 01:32.
Permanezco quieta, rezando en silencio para que mi padre no suba a comprobar que estoy dormida. Contengo la respiración cuando oigo sus débiles pasos pasar delante de mi puerta sin detenerse.
Me llevo las rodillas al pecho y sigo contemplando cómo las gotas de lluvia se estrellan contra el cristal. Oigo un extraño sonido y me obligo a mí misma a salir de mis pensamientos: alguien me llama al móvil. Me levanto y lo agarro: Daniel.
Se me acelera el corazón. No puedo respirar. El móvil deja de vibrar por unos instantes, pero eso no me tranquiliza. Daniel vuelve a llamarme. Decido cogerlo.
-¿Diga? -susurro.
-Sé que no estás dormida -oigo la dulce voz de Daniel en el mismo tono-. Ábreme la puerta, anda.
-¿Qué? ¿Cómo sabes que no estaba durmiendo?
-Te vi sentada. Por la ventana.
-Mi padre acaba de llegar -balbuceé.
-Lo sé.
Silencio por parte de ambos.
-¿Vas a abrirme o voy a tener que helarme aquí afuera? -insiste.
Cuelgo y dejo el móvil en su sitio. Me asomo por la ventana y el corazón me da un vuelco: un chico con la capucha de una sudadera puesta está de pie enfrente del porche. Reconocería esa sudadera en cualquier lugar: es él.
Bajo las escaleras con cuidado después de comprobar que la puerta de mi padre está cerrada. Todo está oscuro, pero no me hace falta luz para llegar hasta la puerta, por la que se filtra un brillo ténue de la luna.
Abro la puerta mordiéndome el labio inferior y un viento helado recorre mis piernas desnudas. Avanzo unos pasos y salgo de la casa: no veo a Daniel.
-¿Daniel? -susurro.
De un rincón oscuro del porche, surge una figura alta y corpulenta. Es él. Intento reprimir una sonrisa, pero es inútil. Se quita la capucha y deja a la vista su pelo negro empapado, sus ojos marrones y una leve sonrisa con los labios cerrados.
-¿Puedo entrar? -pregunta en apenas un susurro.
Una vez dentro, cierro la puerta detrás de mí y me froto los brazos para entrar en calor de nuevo. Pero me detengo cuando noto la respiración del chico en mi hombro.
-He venido muchísimas veces a tu casa, pero no puedo llegar hasta tu cuarto a oscuras.
Alzo la vista y veo que está inclinado hacia mí. Daniel me saca por lo menos una cabeza y un buen trozo de espalda, pero ya no me intimida como antes.
Al notar sus dedos entrelazarse con los míos, salgo del trance y obligo a mis piernas a avnzar con cuidado hasta el cuarto.
Al llegar, agradecí en silencio el haber hecho limpieza la tarde anterior. Me senté en el pequeño alféizar de la ventana y esperé a que Daniel se quitara todos los suéters que llevaba.
-¿Qué haces aquí? -murmuré cuando terminó.
-Quería verte -se peinó con los dedos-. ¿Te importa que me quite la camiseta? Estoy empapado hasta los huesos.
No respondí. Me limité a encogerme de hombros al tiempo que colocaba las rodillas contra el pecho.
Con un rápido movimiento, Daniel se quitó la camiseta. No pude apartar la vista de aquel torso desnudo que tanto me fascinaba. Daniel estaba en el equipo de baloncesto y, además, acudía al gimnasio todas las noches antes de cenar. Debió de darse cuenta de que lo miraba, porque soltó una pequeña risa antes de sentarse a mi lado.
El rubor invadió mis mejillas y fijé la mirada en un punto del viejo sofá.




Continuará...